2/4/12

BUSCANDO UN SUEÑO:34º.- Juntos de nuevo





AVISO: Este capítulo contiene ciertas escenas con una carga erótica. 
Abstente si no te agradan este tipo de escenas. Gracias.



Capítulo 34º: Juntos de nuevo.


EDWARD



Mientras estuviera corriendo no estaría pensando. No podría entrar en mi mente todos los pensamientos y consecuencias de lo que acababa de hacer. No podría pensar en que estaba dejando atrás a lo que más amaba en el mundo. Estaba huyendo de Bella, lo único que daba sentido a mi existencia, fuera humano o no. Pero ya no lo era. Ahora tan solo era una inminente amenaza para su vida. Y lo último que quería era que ella sufriera algún daño por mi culpa. Poner kilómetros de por medio era lo mejor que podía hacer.

Y eso era lo que estaba haciendo.

Después de correr a toda la velocidad que mis piernas me permitían, sin rumbo fijo ni destino alguno. Sin importar si era de día o de noche. Haciendo caso omiso a las inclemencias del tiempo, pues poco me importaba que estuviera lloviendo o nevando, que hiciera un sol de justicia, o que un tornado se cruzase en mi camino. Subiendo y bajando montañas y valles, cruzando ríos sin importarme mojar mis ropas, autopistas y carreteras. Atravesando desiertos, campos sembrados, parajes solitarios, y ciudades y pueblos por donde pasaba como una simple e insignificante brisa. Como parte la nada que era, pues estaba muerto desde hacía más de dos años. Llegué a lo que creía que era el mar. Me senté en una playa solitaria, a lo lejos se divisaban varios complejos turísticos, hoteles, y playas acondicionadas para el baño. Los pertinentes olores que captaba me daban a entender que no era el mar. Era agua dulce, mas no se veía la otra orilla ni con mi desarrollada vista. No sabía cuánto tiempo había estado corriendo, siempre en línea recta hacia el este. Un rápido repaso a la geografía estadounidense me dio la pista de que tal vez estaba a las orillas del Lago Michigan. Me aproximé a aquellas playas desiertas, y pude averiguar que estaba en las proximidades de Milwaukee. Y que efectivamente, estaba a orillas del Michigan. Si bajaba hacia el sur me encontraría con mi ciudad natal. Aquella ciudad que vio crecer nuestro amor. Y que la vio a ella sufrir lo insufrible con mi ausencia.
No sabía qué hacer. Una parte de mí tiraba hacia el sur en busca de esa ciudad, con idea de encontrar en ella algo que me la recordara, algo que calmara ese incipiente dolor que ya germinaba en mi pecho, y que intentaba por todos los medios que no creciera. Otra parte de mí me decía todo lo contrario, que no me acercara a Chicago por nada del mundo, pues lo que allí pudiera encontrar, recordándomela, sería el abono perfecto para ese dolor. Inconscientemente mis pies se pusieron en marcha hacia el sur, siguiendo la orilla del lago. No me importaron los abruptos acantilados que caían a plomo al agua, ni el bosque que parecía querer asomarse con toda su naturaleza al agua; anduve siguiendo las orilla sin estorbarme en absoluto la orografía del terreno. Paseé por pequeñas playas tanto naturales como artificiales, ahora desiertas, pues no estábamos en temporada alta.

Y en una de ellas, natural y con un vago aire familiar, me detuve en lo alto de un minúsculo embarcadero. El paisaje, no sé por qué, me sobrecogió. Había algo allí que me hacía sentir como si estuviese en casa. Revisé concienzudamente todo a mi alrededor, buscando no sé qué; hasta que al girarme, a mis espaldas, encontré una solitaria cabaña, enmarcada en un agradable rinconcito, al pie de unas montañas que también me parecían familiares. La realidad del lugar donde estaba cayó de golpe en mi mente como si se tratara de un jarro de agua fría. Estaba en el embarcadero donde Bella se hizo la foto que me mandó con la carta estando con los marines. Aquella carta que Tanya me arrebató y destruyó en Isla Esme. En un segundo me puse en los escalones que daban al porche que rodeaba la cabaña. Los recuerdos de aquel lugar fueron llenando mi cabeza, y las lágrimas que ya nunca más caerían por mis ojos, fueron ahogando mi corazón. Estaba en nuestra cabaña del lago. La que yo le compré para regalársela como símbolo de nuestro amor.
Esa parte de mí que me hizo ir hacia el sur, me hizo subir al porche, e instintivamente fui hasta una tabla suelta donde debajo encontré la llave de la puerta. Sin pensarlo la abrí y entré. Una cascada de recuerdos y sensaciones me golpeó de frente al poner los pies dentro de la cabaña.
Lo primero que percibí, tenuemente, fue el arrebatador olor de su efluvio. Tal como si estuviera allí presente, y pese a ser muy débil, pude apreciarlo en todo su esplendor en el aire estancado allí dentro. Eso removió muchas cosas en mi interior. Cuando a malas penas pude sosegarme, abrí los ojos y observé todo lo que me rodeaba. Recordaba el interior de la cabaña a la perfección, junto con todo lo que habíamos vivido en ella. Al mirar el rincón donde estaba la chimenea, vi sobre la repisa de ésta tres fotos. El recuerdo de lo acontecido con una de esas fotos años atrás vino a mi cabeza y, extrañado al ver aquella foto repuesta, me acerqué a verla. Recordé cómo mandé enmarcar aquellas tres fotos, a ambos lados la de nuestros padres, y en el centro la nuestra. Recordé aquella noche cuando fui a darle la noticia de que había comprado la cabaña para nosotros, y la pequeña anécdota con la foto que había elegido, la cual ella destruyó en uno de sus adorables arranques de ira.
Pero lo que no recordaba era que había sido repuesta por otra, donde posábamos muy acaramelados en este idílico paisaje, con la playa a un lado y las montañas al fondo. Cogí el marco, y sentándome en el sofá perdí nuevamente la noción del tiempo, adentrándome en aquella imagen congelada de un tiempo mejor. Un tiempo en el que los dos fuimos felices, donde las cosas eran más fáciles, y que yo me empeñé en complicar. Con mi vista periférica vi cómo se alargaban las sombras paulatinamente, y el sol desaparecía. Y al cabo de no sé cuánto tiempo, éste volvía a aparecer por el otro extremo de la cabaña, volviendo a iluminar su interior. Y yo no podía apartar la vista de aquella sencilla foto.
Hasta que fue más fuerte el dolor que la necesidad de tenerla a mi lado. Y derrotado, una vez más, decidí irme de allí, aceptar mi destino y mi naturaleza inhumana. Alejarme y vivir como lo que era, un monstruo. Dejé la foto sobre el sofá y salí al porche, cerrando la puerta tras de mí. Devolví la llave a su escondite y me interné en el bosque siguiendo uno de los senderos que bordeaban el lago. Al pasar por las negras entradas de unas grutas, decidí entrar en una de ellas, y esconderme allí. Ese era mi lugar, un monstruo en unas oscuras cavernas de donde sería mejor no salir nunca jamás. Me adentré por el laberinto, internándome en las entrañas de la tierra, y cuando llegué al final, de pura rabia conmigo mismo por mi naturaleza, golpeé el fondo de la gruta hasta que el techo de ésta cedió encima de mí, enterrándome. Ya lo había decidido. Ese era mi lugar, si estaba muerto, mi cuerpo debía pertenecer  a la tierra. No necesitaba respirar, ni moverme, ni alimentarme siquiera. Sería allí como una dura e inquebrantable piedra.

Decidí dejar de existir, y esta era la única forma que tenía a mi alcance para ello. Pero como fui descubriendo mientras pasaban lentamente las horas, no iba a ser tan fácil como yo quería. No se trataba tan solo de dejar mi cuerpo totalmente inerte, la cabeza también debería de dejarla muerta. Y eso no era tan fácil, pues no paraba de recordarla. Todo lo que había podido rescatar de mi vida humana, todo lo que había vivido y sentido a su lado durante estos meses, que había sido de una forma realmente intensa.
No sé cuántas horas pasé allí enterrado, aunque para mí fueron como siglos, cuando los pensamientos de mi hermana me llegaron vagamente:

“Edward, deja de hacer el gilipollas y sal de ahí. Bella está aquí fuera esperándote.”

Pese a su inercia, mi corazón saltó en mi pecho, viéndola a través de los ojos de Alice. Estaba con esa mirada de preocupación que le intensificaba el dulce chocolate que tenía en los ojos, sin apartarlos de la gruta en donde estaba enterrado. Mi monstruo se removió mientras las últimas vivencias con ella ocupaban mi mente. El tenerla entre mis brazos con su sangre brotando volvió a ponerlo frenético, y una vez más lo acallé salvajemente, saliendo un salvaje gruñido de mi pecho. Él era el culpable de todo. Él, y no yo, que la amaba como a la vida misma que había perdido.

“Edward, sé que puedes hacerlo. Déjalo ahí adentro, y sal solamente tú, el hombre que la ama.”

Las palabras de Alice fueron reveladoras. Ese era el camino que tenía que tomar. Si Carlisle podía estar en presencia de la sangre de personas que nada significaban para él, por qué no podría estar yo igual con Bella. Ella que era lo único que daba sentido a mi existencia.

“¡Edward,…!”

La oí a ella a través de los oídos de Alice. Su dulce voz me llamaba con desesperación, con un ruego. Y sus ojos reflejaban el mismo sufrimiento que los míos, pues parecía estar viendo mi reflejo en un espejo. Respiré, llenando mis pulmones con el polvo de la tierra que me rodeaba, y haciendo un tremendo esfuerzo, salí de debajo de la tierra y piedras que me sepultaban, dejando mi monstruo enterrado allí. Este era el punto de inflexión en mi nueva existencia. Mi monstruo se quedaba allí, y yo, Edward Cullen, el hombre, salía de allí dispuesto a darlo todo por ella.

En apenas un minuto recorrí la gruta buscando la salida, y aparecí ante ellas. El corazón de Bella dio un vuelco al verme. Lo comprendí cuando vi mi propia imagen en la cabeza de Alice. Aparentaba un mendigo, con toda la ropa rota, polvorienta. Y yo mismo parecía estar roto, pues esa tristeza aún anidaba en mis ojos. Y mientras Alice sonreía, Bella, sin importarle mi aspecto, se abalanzó sobre mí abrazándome, descargando sus penas a través de su llanto sobre mi pecho. Alice mentalmente me pidió que la consolara y la calmara. Que hablara con ella y le pidiera perdón. Y que en unos minutos la llevara a la cabaña donde tendríamos preparados todo lo necesario para poder estar tranquilos y retomar nuestra relación. Y desapareció dejándonos solos.
La rodeé con mis brazos con todo el deseo y cuidado que me pude permitir, embriagándome una vez más con su efluvio. Eran indescriptibles las sensaciones que despertaban en mí. Y por vez primera, el monstruo no se hizo notar. ¿Lo habría dejado realmente ahí adentro? De todas formas no iba a bajar la guardia. Bella levantó la cabeza, buscando mis ojos con los suyos, anegados de lágrimas, y antes de que pudiera decirme nada aproximé mi boca a la suya y la besé como hacía tantos y tantos días que quería hacerlo. Nos abandonamos a ese beso, tan deseado por ambos, buscando el suave roce de nuestros labios, reconociéndonos, sintiéndonos. La dulce miel que derramaba con cada movimiento de sus labios hizo estremecer hasta la última partícula de mi ser. Poder inhalar su cálido aliento, recibirlo en mi boca y quedármelo para mí, fue como si llenara de vida nuevamente mi cuerpo. No quería dejarla, y a regañadientes me separé un poquito de ella, lo justo para que pudiera respirar, siempre sujetándola entre mis brazos, siempre con su anatomía pegada a la mía.
Nuestros ojos se quedaron enganchados, hablando por sí solos y sin necesidad de palabras durante un buen rato. Era tanto lo que tenía que decirle, que demostrarle, que con ese sencillo contacto entre nuestros ojos, sé que me entendió. Tal como yo la había entendido a ella. Y es que, por más que yo me empeñara en separarnos por nuestras distintas naturalezas, éramos dos cuerpos viviendo a través de un solo corazón. Cada latido que daba ese corazón suyo, yo lo hacía y lo sentía como mío, viviendo nuevamente a través de él, amándolo con locura, y amándola a ella.

Pasaban los minutos, y nosotros seguíamos en la misma postura, abrazados, en un contacto visual de lo más cercano e íntimo. Y ella, tal vez ya cansada, pues yo me habría quedado toda una vida así con ella, rompió ese contacto visual cerrando sus ojos y recostando nuevamente su cabeza en mi pecho. Fue entonces cuando sentí la necesidad de pedirle perdón, de darle algún tipo de explicación por dejarla así.

-Mi amor, yo…
-No Edd –me interrumpió–. No quiero oir ninguna explicación ni excusa más. Solo quiero estar contigo, como ahora mismo –se agarró fuertemente a mi cintura, como temiendo que fuera a desvanecerme si me soltaba. Sentí todo su miedo, y su amor a la vez en ese abrazo, entendiéndola perfectamente; y se lo devolví, siempre en su justa medida.
-Como quieras, pero creo que estaríamos más cómodos en la cabaña. Está anocheciendo, y empieza a refrescar.
-Sí, allí estaremos mejor, y a mí me va a llevar un ratito llegar hasta allí –se separó de mí con desgana, mientras una idea se hacía paso en mi cabeza.
-Espera, se me ha ocurrido una cosa. Te llevaré hasta allí en unos minutos. Solo tienes que agarrarte fuertemente a mí.

Sin perder totalmente el contacto con su cuerpo, la agarré de un brazo y la subí a mi espalda mientras le decía que se agarrara con fuerzas a mi cuello. Al principio se sorprendió, pero cuando se vio allí subida, agarrándome con fuerza del cuello, y con sus piernas rodeando mis caderas, su risa salió alegremente de su boca, llenándome aún más. Repiqueteó como alegres cascabeles por todo el bosque, y ese simple gesto me hizo el hombre, o vampiro, más feliz de todo el planeta.

-Agárrate fuerte mi amor –le recomendé antes de iniciar la carrera–, y si tienes miedo cierra los ojos. Voy a ir muy rápido. La sentí asentir con la cabeza justo antes de empezar a correr.

Jamás pensé que podría unir las dos cosas que me hacen más feliz y me dan más libertad, como correr con ella. Pues sentir todo su cuerpo en tensión pegado al mío, agarrándome con fuerza, fue como estar en el cielo. El calor de su cuerpo se colaba a través de los jirones que llevaba por ropa, recordándome lo agradable que era su contacto. Y en  unos pocos minutos llegamos a la puerta de la cabaña.

-Ya hemos llegado. ¿Estás bien? –Le pregunté al ver que no se soltaba de mi cuello para bajar al suelo. Tardó unos segundos en contestar, mientras le daba tiempo a recuperar el aliento.
-Sí. Ha sido,…  –solté sus manos de mi cuello con suavidad, y la dejé de pie en el suelo, girándome, frente a mí.
-¡Maravilloso! –quise terminar la frase por ella, teniéndola nuevamente ante mis ojos–. Sentir la velocidad, el viento en la cara, azotando tus cabellos, ha sido maravilloso.
-Sí,… bueno –ella no lo había pasado tan bien como yo, se lo noté enseguida en su expresión. Ella de nunca compartió conmigo mi afición por la velocidad, y ahora no iba a cambiar por mí–. Ya estamos aquí, eso es lo importante. Entremos, estás hecho una pena, necesitas una ducha y ropa nueva –asentí ante tal expectativa–. ¡Alice! ¡Jasper! ¡Ya estamos aquí! –los llamó mientras entrábamos.
-Se han ido. Estamos solos Bella, en nuestra cabaña, como antes.

No dijo nada, tal vez lo sabía, o lo deseaba.
Al entrar nos encontramos con un ambiente de lo más íntimo, que me hizo recordar aquella noche de las fotos. Alice se había tomado la molestia de poner unas velas estratégicamente, creando el ambiente ideal. También había quemado algo de incienso perfumado, que junto a la fragancia natural de unas rosas que adornaban el centro del salón, lo hacían aún más inolvidable. Sobre todo cuando ella entró y todos esos aromas se mezclaron con el suyo.

-Ven.

Fue lo único que me dijo. Y me guió hacia el baño cogida de mi mano. Al pasar por la habitación vimos que se habían tomado la molestia de encender la chimenea, y allí el ambiente era el propicio para tener una más que movidita e inolvidable noche.
Como antes, no hizo falta palabra alguna. Simplemente me dejé hacer por ella. Era lo único que quería de este mundo, ella.
Me soltó de la mano para abrir el grifo de la bañera. Y mientras se iba llenando de agua caliente, me quitó lo poco que quedaba de mi sucia y rota ropa. Con toda la ternura del mundo, regalando caricias con sus manos y sus dedos por toda mi anatomía, me dejó tal como mi madre me trajo al mundo. La bañera estaba ya llena, y cerró el grifo mientras me hacía señas para que entrara en ella y me sentara, cubriéndome el humeante líquido hasta el cuello. El agua caliente fue un bálsamo para mis fríos músculos, pero más lo fue cuando cogió una esponja del lavabo, y embadurnándola con jabón líquido, procedió a lavar con delicadeza y cariño mi cuerpo.
Cerré los ojos y me abandoné entre sus manos, dejándola hacer a su antojo. Sentir la esponja entre sus manos, mientras con ellas iba recorriendo con esmero mi cuerpo, fue toda una experiencia. Jamás pensé que eso pudiera provocar todas esas sensaciones en mi cuerpo. Repasó a conciencia cada centímetro de mi pálida piel. Y cuando ya no pude más, la cogí de la cintura y la metí en el agua conmigo. Nos abrazamos nuevamente. Y antes de que el agua se enfriara del todo, fui yo el que se dedicó a quitarle su ropa mojada. Ella se dejó hacer como yo antes. Ir descubriendo su piel, dejando al descubierto todas sus curvas, me puso a mil. Ya no pude disimularlo más, y toda mi masculinidad despertó ante ella. Si me hubiese podido poner colorado por la vergüenza, lo habría hecho. Pero ella no se molestó en absoluto, todo lo contrario. Se abrazó más a mí, buscando el contacto fortuito con mi miembro.
Pensé en mi monstruo. A pesar de todo lo que nos habíamos hecho allí, no había vuelto reclamando su sangre. Bella se separó de mí, tal vez sintió mi miedo que iba despertando, y sin ningún pudor de mostrar su desnudez ante mí, que la devoraba con los ojos, salió del agua en busca de unas toallas. Me pasó una mientras salía del agua, y la enrosqué en mis caderas. Le arrebaté a ella la suya, y sin pedirle permiso me puse a secar su cuerpo, devolviéndole todas las caricias que ella me había regalado antes.
Terminamos nuevamente frente a frente, con nuestras miradas enganchadas. Pero en esta ocasión no había ya miedo, ni dolor, ni tristeza. Sino deseo. Sí, creo que eso sería exactamente lo que flotaba en esos momentos por todo el baño, un simple y carnal deseo del uno por el otro, que se materializó en un beso. Pero no fue un beso como el de antes, no. Esta vez fue un beso precedido por la lujuria, bañado en la sensualidad, y que explotó entre nuestras bocas, arrastrando tras de sí nuestras lenguas deseosas de más, nuestros labios hambrientos por el otro, y una ambiciosa mezcla de nuestros alientos que olía, ya, a sexo puro.
No fue un monstruo lo que ese beso despertó en mí, sino un animal. Ese lado movido por el instinto que todo hombre desata ante la hembra perfecta para él, esa que le arrebata el corazón.
Con un ligero movimiento la cogí entre mis brazos. Ella enlazó sus brazos a mi cuello. Y sin poder soltarme de sus hipnotizantes ojos, salimos del baño y la llevé hasta la cama. Al tumbarla allí sobre aquel mullido lecho, rodeado de velas y rosas, mi toalla cayó al suelo, mostrando mi erección en toda su magnitud. Ella, sin apartar ni un solo segundo sus ojos de los míos, ya lo sabía, reflejando el deseo en ellos. Me tumbé encima de ella, apoyándome en mis brazos y entrelazando una de mis piernas con las de ella, observándola cada vez desde más cerca. Ella temblaba de deseo, rogándome con esos ojos cargados de lujuria.

-Mi amor, enséñame a amarte sin que salga mi monstruo interior. Muéstrame el camino.

Cogió mi mano, y dulcemente la depositó en su abdomen.

4 comentarios:

D. C. López dijo...

Hey reina!, cuando puedas pásate x el club k hay un premio esperándote ^.^

Saludos y felicidades, muak!!!

D. C. López dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
J.P. Alexander dijo...

Genial como siempre un beso

D. C. López dijo...

Preciosa!, cuando puedas te pones en contacto con Raquel Otero para que te envie el libro, vale?. Ya sabes, tienes que dejarle tu dirección postal y eso.

Aquí tienes su email:

paginasromanticas@hotmail.com

Por cierto, enhorabuena!. Espero que disfrutes de la lectura y que algún día te animes a reseñarlo >.<

Saludos y besos querida, muak!